
Lo que vive Sergio Peña no es solo una anécdota personal. Es un síntoma. Desde hoy, 30 de mayo, Peña se sienta en una curul distinta, lejos del bloque correísta que lo expulsó sin derecho a defensa y más cerca de las filas de Acción Democrática Nacional. Pero el verdadero movimiento no fue físico: fue político, simbólico y revelador.
Peña dice lo que muchos dentro de la Revolución Ciudadana piensan pero no se atreven a decir: que el movimiento se conduce desde pocos escritorios y con demasiadas fotos. Rafael Correa, Luisa González y Viviana Veloz —según sus palabras— son quienes deciden qué se hace, cómo y con quién, aunque el resto pose para la postal.
La frase de Veloz, “si no soy yo, no es nadie más”, no suena a liderazgo, sino a monarquía emocional. Y en un país que ya carga con décadas de caudillismo y verticalidad disfrazada de militancia, esto no sorprende, pero sí preocupa.
La expulsión de Peña por votar —junto a Jesús Arias, también del correísmo— a favor del primer debate de una ley polémica, muestra que no es el voto lo que les molesta, sino la autonomía. Lo que está vetado en el correísmo no es el disenso, es el pensamiento propio.
Mientras tanto, el país necesita acuerdos. La ley de Solidaridad Nacional, como cualquier propuesta en este contexto, requiere más sensatez que camisetas. Peña ha dicho que votará a favor del informe si se acogen las observaciones de todos los sectores, incluso las de la propia Revolución Ciudadana. Eso es madurez política, algo que parece escasear últimamente.
Si el correísmo sigue cerrando filas y echando a quien no aplauda a rabiar, corre el riesgo de convertirse en lo que más dice combatir: una élite desconectada, autoritaria y sorda.
Sergio Peña salió del bloque, pero no salió solo. Salió con una idea que resuena fuerte: en la Revolución, no todos brillan; algunos solo sirven para la foto.
David Lema Burgos